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  • Agustín de Hipona

    Comentario acerca de algunas cuestiones extraídas de la carta a los Romanos



    Capítulo 9

    59. [Rm 9,5] Con la expresión: A ellos pertenecen los patriarcas de quienes desciende Cristo según la carne, y el añadido: Él que está sobre todos, Dios bendito en los siglos, el apóstol nos presenta una confesión de fe completa, para que confesemos al Señor nuestro, tanto según la asunción de la carne como hijo del hombre, cuanto según la eternidad como Verbo, que en el principio era Dios, bendito en los siglos sobre todo.
    Los judíos, en cambio, desde el momento en que se abstuvieron de pronunciar una parte de esta confesión, son refutados por el Señor. En efecto, habiendo preguntado de quién decían que era hijo el Cristo, respondieron: de David.
    Pero esto es así según la carne. En cambio, a propósito de su divinidad, en cuanto es Dios, no respondieron nada. Por eso el Señor les dijo: ¿Por qué David, en el Espíritu, lo llama Señor? [Mt 22,43-45, cf. Sal 109,1], para que se dieran cuenta de haber confesado sólo una parte: que Cristo es hijo de David, y de haber callado la otra: que Cristo es Señor del mismo David.
    Lo confesado concierne a la asunción de la carne; lo callado a la eternidad de la divinidad.

    60. [Rm 9,11-13] El pasaje: Cuando aún no habían nacido y no habían hecho nada de bueno ni de malo, para que permaneciera firme el designio de Dios fundado en la elección, no sobre las obras sino en aquel que llama, se le dijo: “el mayor servirá al menor”, como está escrito “Amé a Jacob y odié a Esaú”, induce a no pocos a considerar que el apóstol Pablo había sustraído el libre arbitrio de la voluntad, mediante el cual nos hacemos merecedores de Dios con el bien de la piedad o bien lo ofendemos con el mal de la impiedad. Estos dicen que antes de cualquier obra, ya fuera buena ya mala, aún antes de que hubieran nacido, de los dos Dios amó a uno y odió al otro.
    Pero nosotros respondemos que sucedió así por la presciencia de Dios, por la cual él conoce también, a propósito de cuantos aún no han nacido, lo que deberá ser cada uno. Pero para que ninguno diga: “Dios ha elegido las obras en aquel al que amó, aunque aun no existieran, porque las preveía como futuras; pero si ha elegido las obras, ¿cómo dice el apóstol que la elección no se ha hecho en base a las obras?”
    Por este motivo es necesario entender que las obras buenas son realizadas por medio del amor, y que el amor se encuentra en nosotros por el don del Espíritu santo, como dice el mismo apóstol: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu santo que nos ha sido dado. Ninguno se debe gloriar a raíz de las obras como si fueran propias, obras que posee por el don de Dios, desde el momento en que el amor mismo hace el bien en él. Entonces, ¿qué cosa ha elegido Dios? Si a quien quiere, Él da el Espíritu santo por medio del cual el amor cumple el bien, ¿en qué modo ha elegido a aquel al que le ofrece el don?
    Si no se está en presencia de un mérito, no hay elección, ya que antes del mérito todos son iguales y no se puede hablar de elección entre realidades totalmente iguales.
    Pero desde el momento en que el Espíritu santo sólo es dado a los creyentes ciertamente Dios no eligió las obras que Él mismo concede cuando da el Espíritu santo de manera que por medio del amor podamos realizar el bien, por el contrario, ha elegido la fe.
    Si alguno no cree en él y no permanece firme en la voluntad de recibir, no recibe el don de Dios, es decir el Espíritu santo, por medio del cual, derramado el amor, pueda cumplir el bien. Por tanto, Dios no ha elegido, en la presciencia, las obras de ninguno, obras que él mismo le habría de dar; él en cambio, ha elegido en la presciencia la fe: de manera que ha previsto que habría de creer, a estos los ha elegido para darles el Espíritu santo para que, realizando las buenas obras, obtuviera la vida eterna.
    Dice el mismo apóstol: Es el mismo Dios que realiza todo en todos. Pero en ninguna parte se dice: “Dios cree todo en todos”. Por lo tanto, el hecho que creemos, depende de nosotros; en cambio el hecho que cumplimos el bien, es propio de aquél que da el Espíritu santo a los que creen en él.
    Esta argumentación es propuesta como objeción a algunos judíos que creyeron en Cristo y se gloriaban de las obras realizadas antes de la gracia y decían que, con motivo de sus buenas obras realizadas anteriormente, habían merecido la gracia misma del evangelio, mientras que en ninguno se pueden encontrar obras buenas si no en quien ha recibido la gracia.
    Es gracia el hecho de que el llamado sea dirigido al pecador, sin que haya habido mérito alguno de su parte, si no para la condenación.
    Si el que es llamado sigue al que llama, lo que es posible por el libre arbitrio, merecerá también el Espíritu santo, por medio del cual podrá cumplir las obras buenas; perseverando en él – cosa que es igualmente posible por el libre arbitrio –, merecerá también la vida eterna, que no podrá ser corrompida por ninguna culpa.

    61. [Rm 9,11-15] Me compadeceré de aquel del cual habré tenido compasión, y mostraré misericordia a aquel hacia el cual habré sido misericordioso, de aquí se demuestra que no hay injusticia en Dios, opinión que algunos pueden sostener cuando sienten: antes que nacieran amé a Jacob y odie a Esaú.
    Me compadeceré, dice, de aquel del cual habré tenido compasión. Porque primero Dios ha tenido compasión de nosotros aunque éramos pecadores, como para llamarnos.
    “De aquel del que habré tenido compasión”, dice, “como para llamarlo, tendré aún compasión cuando crea”. ¿Pero en qué sentido “aún”, sino que dará el Espíritu santo a quien cree y pide? Y una vez que lo dio, tendrá misericordia de aquél de quien habrá tenido misericordia, o sea para hacerlo misericordioso, para que pueda realizar obras buenas por medio del amor.
    Ninguno ose atribuirse el hecho de obrar con misericordia, porque Dios le ha dado por medio del Espíritu santo el amor, sin el cual ninguno puede ser misericordioso.
    Por lo tanto, Dios no ha elegido a aquellos que obran bien, sino a aquellos que creen, para ser él quien los hace obrar bien.
    Pues depende de nosotros el creer y el querer, mientras que es propio de él dar, a los que creen y quieren, la facultad de obrar bien mediante el Espíritu santo, por medio del cual el amor de Dios es derramado en nuestros corazones, para hacerlos misericordiosos.

    62. [Rm 9,15-21] La frase: No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene compasión, no quita el libre arbitrio de la voluntad, declara, en cambio, que nuestro querer no es suficiente, si Dios no presta su ayuda haciéndonos misericordiosos para obrar bien mediante el don del Espíritu santo, refiriéndose a lo que ha dicho antes: Me compadeceré de aquel del cual habré tenido compasión, y mostraré misericordia a aquel hacia el cual habré sido misericordioso, porque ni siquiera podemos querer, si no somos llamados; y cuando, después del llamado, hayamos querido, no es suficiente nuestra voluntad y nuestro correr, si Dios no da también la fuerza a los que corren y si no conduce hacia donde llama.
    Es evidente, entonces, que no depende de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios que tiene compasión, el hecho de que obremos bien aunque allí esté también nuestra voluntad, que por sí sola no puede nada.
    De esto deriva también el testimonio sobre el castigo del Faraón, cuando la Escritura dice sobre él: Para esto te suscité, para demostrar en ti mi poder y para que sea anunciado mi nombre en toda la tierra.
    Como leemos en el éxodo, el corazón del faraón se endureció de manera de no conmoverse con signos tan evidentes. El hecho de que el faraón no obedeciera a los preceptos de Dios ya era consecuencia del castigo.
    Pero ninguno puede decir que aquel endurecimiento del corazón le haya venado al faraón sin que éste lo mereciera, sino por el juicio de Dios que paga la pena debida a la incredulidad.
    No le es imputado el hecho de no haber obedecido en ese momento, ya que no podía obedecer por tener el corazón endurecido, sino por haberse mostrado merecedor de tener el corazón endurecido por la precedente infidelidad.
    Como en aquellos que Dios ha elegido, no las obras sino la fe inicia el mérito, para que por don de Dios obren bien, así en aquellos que condena, la infidelidad y la impiedad inician el mérito de la pena, para que por la pena misma obren también mal, conforme a lo que anteriormente dijo el mismo apóstol: Y como no consideraron importante tener el conocimiento de Dios, Dios los entregó a una inteligencia perversa para que cometieran acciones inconvenientes [Rm 1,28].
    Por eso el apóstol concluye así: Por tanto Dios muestra compasión a quien quiere y endurece a quien quiere.
    En efecto a aquel de quien tiene misericordia, lo hace obrar bien, y a aquel al que endurece lo abandona para que obre mal. Pero también aquella misericordia se atribuye al mérito precedente de la fe y este endurecimiento, a la precedente impiedad: de manera que por el don de Dios cumplamos las obras buenas y por el castigo aquellas malas; a pesar de que al hombre no se le quita el libre arbitro de la voluntad ya sea para creer en Dios de manera que alcance la misericordia, ya sea para la impiedad de manera que obtenga el castigo.
    Después de haber ofrecido esta conclusión introduce una cuestión como si le hubiera sido presentada por un objetor. Dice: Me dirás, entonces: ¿Por qué todavía se lamenta?, pues ¿quién se opone a su voluntad?
    Y a tal cuestión ofrece una respuesta de manera de hacemos comprender que a los hombres espirituales, y que ya no viven según el hombre terrestre, se les pueden manifestar los primeros méritos de la fe y de la impiedad, de qué manera Dios, preconociendo, elija a los que creerán y condene a los incrédulos, sin elegir a aquellos a raíz de las obras y sin condenar a estos a raíz de las obras, sino ayudando a la fe de unos, para que obren bien, y endureciendo con el abandono la impiedad de los otros, para que obren mal.
    Y puesto que esta comprensión se manifiesta, como he dicho, a los espirituales, mientras que permanece lejos de la prudencia carnal, el apóstol refuta al objetor de manera de hacerle entender que primero debe abandonar al hombre de arcilla para merecer indagar estas realidades por medio del Espíritu.
    Por eso dice: ¡Oh, nombre! ¿quién eres tú para contradecir a Dios? ¿Acaso dice lo fabricado a quien lo fabrica: por qué me hiciste así? ¿Acaso no tiene potestad el alfarero para hacer de una misma masa un vaso de honor y otro de ignominia?
    Mientras eres informe, dice, y perteneces a la masa de arcilla, no levantado aún a las cosas espirituales, para que seas un espiritual que juzga todo y no seas juzgado por ninguno [1Cor 2,15], te conviene mantenerte alejado de un tal tipo de investigación y no contradecir a Dios.
    Quien desea conocer su intención debe primero ser acogido en su amistad, y esto sólo puede suceder a los espirituales, quienes llevan la imagen del hombre celeste. A estos les dice: Ya no os llamaré siervos, sino amigos, pues todas las cosas que oí de mi Padre, os las di a conocer [Jn 15,15].
    Por eso, mientras eres un vaso rompible, se debe quebrar primero lo que hay en ti mismo de frágil con aquella vara de hierro sobre la que se dijo: Los regirás con vara de hierro y los quebrarás como a vaso de alfarero [Sal 2,9], para que, destruido el hombre exterior y renovado el interior, puedas, afianzado y fundamentado en el amor, comprender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad y conocer la supereminente ciencia del amor de Dios [Ef 3,18-19]. Ahora, pues, cuando Dios hace de la misma masa unos vasos de honor y otros de ignominia, no te pertenece discutir, quienquiera que seas, pues aun vives según esta masa, es decir, razonas con mentalidad terrena y saboreas carnalmente.

    63. [Rm 9,22] Soportó con gran paciencia los vasos de ira que están acumulados para la perdición. Con tal expresión el apóstol ha hecho comprender bien que el endurecimiento del corazón que se verificó en el faraón proviene de los méritos de la escondida impiedad precedente, que con paciencia soportó Dios hasta que se llegara al tiempo en que pudiera intervenir oportunamente contra él con el castigo, para corregir a los que había decidido liberar del error y conducirlos, llamándolos a su culto y devoción, ofreciendo socorro a sus oraciones y gemidos.

    64. [Rm 9,24-25] Nosotros, a quienes el llamó, no sólo de los judíos, sino también de los gentiles, como dice por Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo, etc. El apóstol hace llegar el designio de toda esta discusión a la siguiente conclusión: desde el momento que ha enseñado que depende de la misericordia de Dios el hecho que obremos bien, los judíos no se deben gloriar como si dependiera de las obras, ellos que, después de haber recibido el evangelio, considerando que les fue dado por sus méritos, no querían que fuera dado a los gentiles: de esta soberbia deben desistir, comprendiendo que si no somos llamados a creer a raíz de nuestras obras sino por la misericordia de Dios y que a los creyentes se les ofrece la ayuda pata obrar bien, no se debe negar a los gentiles esta misericordia, como si hubiera sido preferido el mérito de los judíos, que no existe.

    65. [Rm 9,27] Cuanto dice el apóstol: Isaías grita a Israel: Aunque el número de los hijos de Israel fuere como la arena del mar, un resto se salvará, deja entender de qué manera Dios es la piedra angular que une en sí ambas paredes.
    El testimonio del profeta Oseas es adoptado a favor de los gentiles: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo y amada a la no amada [Os 2,25], y el testimonio de Isaías a favor de Israel ya que un resto se salvará [Is 10,22-23], para ser numerado, el que ha creído en Cristo, en la descendencia de Abraham.
    Así armoniza ambos pueblos también según el testimonio del Señor que, a propósito de los gentiles, dice en el evangelio: Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las debo conducir, y así habrá un solo rebaño y un solo pastor [Jn 10,16].